Serie Anillos, 2016



La señora de los anillos, por Laura Isola

Para explicar que todas las personas son de naturaleza injusta, Platón utiliza la leyenda del anillo de Giges. Pone en boca de Glaucón, la narración de la historia de este pastor así llamado que tras una tormenta y un terremoto encontró, en el fondo de un abismo, un caballo de bronce y un hombre muerto. Ese cuerpo tenía un anillo de oro y el pastor decidió quedarse con él. Lo que no sabía Giges es que era un anillo mágico. Que cuando lo giraba en su dedo, lo volvía invisible. En cuanto hubo comprobado estas propiedades del anillo, Giges lo usó para seducir a la reina y, con ayuda de ella, matar al rey, para apoderarse de su reino. El libro II de La República contiene este relato que sirve para demostrar que sólo somos justos por miedo al castigo de la ley o por obtener algún beneficio por ese buen comportamiento. Si fuéramos "invisibles" a la ley como Giges con el anillo, seríamos injustos por nuestra naturaleza.

“Tres Anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo. Siete para los Señores Enanos en palacios de piedra. Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir. Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras”. Esta es la versión de J.R.R. Tolkien en El Señor de los Anillos que, con la complejidad de una saga inmensa e intrincada, destaca que el Anillo Único parecía un anillo normal de oro pero era inmune a toda forma de destrucción, a excepción de los fuegos del Monte del Destino, el volcán situado en la tierra de Mordor, donde fue forjado por Sauron. Era posible identificarlo sometiéndolo a un calor intenso, ya que de esta forma aparecía una inscripción en lengua negra de Mordor, escrita en caracteres tengan tanto en la cara interna como externa del Anillo, y que simboliza su poder de control sobre los demás anillos de poder: “Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas.”

Enfrentarse con anillos, entonces, es hacerlo con sus capacidades mágicas; esas que le vienen del círculo como forma perfecta. Además con los juicios que se desprenden de sus cualidades: el poder absoluto que bajo la forma de lo invisible o lo indestructible pone al hombre en situación extrema.

De esos dobleces están hechos los anillos en los cuadros de Cynthia Cohen. De la perfección de la superficie facetada de las piedras que los componen. Esos reflejos que son asombrosos. De ese tamaño, de esa escala desorbitada, que los arroja fuera de lo humano: son joyas para manos de monstruos. Enormes piezas engarzadas con la ambigüedad de lo bello y lo abyecto vuelven para exhibir sus misterios escondidos. En ellas, incrustación de lo bueno y lo malo. Relucientes al consumo y opacas en sus significados: los compromisos, los regalos, los chantajes, las venganzas, las promesas.

Una composición que todo lo contiene. Que alude al infinito con su circunferencia, a las sagas que lo usaron como talismán, a la leyenda del rey que llevaba uno con la frase “esto también pasará”, antídoto contra la desesperación de algún tiempo, y al que se forjó el nibelungo con el oro del lecho del Rhin para tener el poder supremo.

O el del Capitán Beto, chófer de un paseo existencial por una ciudad perdida. Porque: “su anillo lo inmuniza de los peligros/pero no lo protege de la tristeza/surcando la galaxia del hombre/ahí va el Capitán Beto, el errante./Tardaron muchos años hasta encontrarlo/el anillo de Beto llevaba inscripto/un signo del alma.”

Laura Isola, Buenos Aires, octubre 2016