Candy Crush, por Herminda Lahitte y María Lightowler.
Cómplice de escritura: Silvina Pirraglia.







Las obras de Cynthia Cohen son impactantes. Los tamaños grandiosos y sus superficies extremadamente pulidas, accionan como señuelos. Nuestra propia escala podría perfectamente sumergirse en ellas, y así convertirnos en un símbolo más de su relato fantástico.
En cada serie, un objeto cotidiano se transforma en fetiche y es cuestionado hasta el silencio. Una muñeca, un animal, un pedazo de masa coloreada de esas que usan los niños, ocupan el centro de la escena, y nosotros atónitos intentamos entender qué hace que estas imágenes sean tan adictivas.

¿Es la ausencia? ¿Es la escala? ¿Es la magia? Cohen transita su producción con solidez, usa tela y óleo, y combina elementos como preparando pociones que pronto van a estallar.
No es una alquimista; la transformación no se da en la mezcla sino en la coexistencia.
Los elementos que finalmente quedan fijados en la tela parecen escapar del soporte, y como un pop up macizo intentan acercarse a la punta de la nariz de quien los mira eclipsados.
La operación de pintar repetidas veces una misma cosa va construyendo dimensiones de una realidad a medida. El recorte lacerante de las figuras, con movimientos exagerados entre una obra y otra, provocan tensión y alarma.

Como en toda fantasía de un mundo feliz, el color hace el truco de remate. La vibración que elige la artista para cada figura acumula energía. La inexistencia de las sombras hace que los elementos se encierren y se concentren como si fueran caramelos de gruesas cortezas azucaradas.
Las formas se agrandan y lo que tenía una dulzura inocente se vuelve apariencia; detrás subyace un estado de violencia latente, un siniestro contenido.
El brillo puro de esos personajes gigantes dan cuenta de que no hay vuelta atrás: es imposible empequeñecer y pasar por la madriguera de Alicia.

Herminda Lahitte y María Lightowler Cómplice de escritura: Silvina Pirraglia.